YLLA
Ray Bradbury
Ray Bradbury
Tenían en el planeta Marte, a
orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se
podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las
paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético
que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde,
cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en
los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la
calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con
jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien
toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz
antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con
vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y
arañas eléctricas.
El señor K y su mujer vivían
desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que
habían vivido sus antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una
flor, desde hacía diez siglos.
El señor K y su mujer no eran
viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los
ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.
En otro tiempo habían pintado
cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por
ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo los
azules retratos fosforescentes, en la sala de las conversaciones.
Ahora no eran felices.
Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el horizonte.
Algo iba a suceder.
La señora K esperaba.
Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.
Cansada de esperar, avanzó entre
las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los acanalados capiteles,
caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire abrasador. En estos días
calurosos, pasear entre las columnas era como pasear por un arroyo. Unos
frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa. A lo lejos oía a su
marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los dedos se le cansaran
jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que él volviera a
abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto tiempo junto a
ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.
Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados se le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos hace rutinarios, pensó.
Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y nerviosamente los ojos.
Y tuvo el sueño.
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