Pese a que en ella interviene algún tipo de engaño, no se puede concebir la vida sin ilusión. Una experiencia que, como dice el autor, lejos de delatar nuestra estupidez, nos ayuda a conllevar la precariedad de la existencia.
POR Enrique Lynch
La inocencia es la
forma activa de la estupidez y la credulidad, por otra parte, es la misma
estupidez pero en su versión pasiva. El inocente es un individuo que suele caer
con facilidad en la ilusión por la simple razón de que encuentra gozoso
sentirse ilusionado. Vive permanentemente en pos de una ilusión y se diría que
en ella casi cifra, a cualquier precio, la felicidad propia. A diferencia del
inocente, el crédulo es un individuo totalmente incapaz de reconocerse proclive
a la ilusión y, por lo tanto, no imagina la eventualidad del error. Todos los
crédulos son un poco inocentes, pero no todos los inocentes son crédulos. Por
ejemplo, en El idiota
de Dostoievsky, la inocencia del Príncipe Mishkin no lo hace más crédulo o
sensible a la ilusión sino, al contrario, parece incluso más lúcido porque, si
bien no detecta finalidad o intención segunda en la conducta de los demás,
logra comprenderla al pie de la letra. Mishkin responde siempre literalmente a
una situación, por mucho que ésta se deba a alguna mezquindad o miseria ajena.
La espontaneidad de su conducta se presenta a los ojos de los demás como una
especie de idiotez angélica, propia de un individuo que va por la vida a
remolque de lo que ve y escucha y como arrastrado por las circunstancias y a
merced de ellas. Mishkin es uno que no se posee a sí mismo, o sea, es un idiota
consumado. Pero al mismo tiempo se muestra como un ser excepcional puesto que
es justamente su inocencia, su absoluta indefensión frente a la ilusión, lo
que, a la postre, desarma las iniquidades de sus semejantes al tiempo que
muestra que también las bajas y las pequeñas pasiones de los demás son
estupideces nacidas de alguna forma de ilusión.
Una versión del
iluso Mishkin muy a tono con nuestra época de variadas perplejidades se traza
en la figura de Mr. Chance, el jardinero estúpido que por azar se convierte en
presidente de los EE.UU. en la novela de Jerzy Kosinsky, Bienvenido Mr. Chance
(también conocida como Desde
el jardín). Merece la pena detenerse en este personaje que,
con toda seguridad, parodia a Ronald Reagan, mejor dicho, es el retrato sesgado
–no muy justo, por cierto– que desde las filas de la izquierda norteamericana
se quería dar del carismático Reagan. Mr. Chance, como todos los débiles
mentales, habla con frases inconexas y balbuceos por la simple razón de que no
sabe qué contestar; pero sus respuestas son interpretadas como parábolas
declamadas por un iluminado que bien podría servir como estadista, un
presidente profético, e inmediatamente instrumentadas por los medios masivos de
comunicación para atrapar la conciencia de las masas, ilusionarlas y hacerlas
afines a los intereses de las grandes corporaciones. La fórmula de Kosinsky es
sencilla: consiste en la enésima denuncia de la manera en que los mecanismos de
la ilusión manipulada sirven para colocar en las grandes responsabilidades
políticas a personajes inicuos, bobos solemnes que ofician como títeres de los
poderosos.
La ilusión, en
estrecha relación con la credulidad, es el arma secreta de la religión. El
Credo quia absurdum de los católicos, que propone la renuncia voluntaria
al sentido común y a la autonomía racional como vía para alcanzar la fe, no es
muy distinto, en esencia, de los fanatismos ideológicos o de aquella forma de
enajenación que proponían los fascistas italianos cuando aconsejaban a sus
militantes: “Non pensì, il Partito pensa per te!”También en este tipo de
enajenación hay cierto goce cuyo fundamento último está en la humana
inclinación por sentirse ilusionado por algo. En última instancia, la ilusión
de que –por fin– no es preciso tener que pensar.
De todas formas el
mayor estrago que causa la ilusión se produce cuando a la inocencia de uno se
suma la credulidad del otro. Cuando estas dos conductas estúpidas se combinan
tiene lugar una catástrofe, como ocurre en la estafa, en cualquiera de sus
manifestaciones.
La combinación de
la inocencia y la credulidad, ambas con relación a una ilusión compartida, es
aún más devastadora en las relaciones amorosas, donde se configura como una
especie de folie-à-deux . Evidente es que en este contexto hay un
inmenso goce, como también es obvio que en el enamoramiento la seducción del
otro –y el sentirse seducido por el otro– consuma la mayor de las ilusiones,
aunque la experiencia universal pruebe que el estado beatífico del enamorado es
necesariamente perecedero y volátil. Incurrimos en el amor desenfrenado sólo
porque, en el mismo momento en que nos sentimos enamorados, olvidamos que esa
beatitud será pasajera. El amor es el territorio natural de todas las ilusiones
y la pasión que hace placentera la estupidez. Por consiguiente, no es tanto una
enfermedad de la razón, como piensan los racionalistas, sino la prueba de la
fragilidad de la razón frente a la ilusión.
Se cree que la
ilusión es una experiencia espiritual, que está inspirada por ideas y se
representa con imágenes, como los fantasmas y los espejismos, pero en la medida
en que está firmemente arraigada en las necesidades del cuerpo está
directamente relacionada con nuestra finitud. La precariedad de la existencia y
la angustia consiguiente imponen que, para sobrellevarlas, tengamos que
valernos de ficciones a las que, por fuerza, hemos de dar crédito. Sin la
ilusión no habría apariencia sensible, no habría mundo –esta, tu piel, que me
encanta, este paisaje tan querido, esa melodía que no quiero olvidar–, sin
ilusión no habría nada. La vida en la ficción, ilusionados, es la única
posible, la única que nos proporciona alivio frente a la certeza de la muerte y
esa especie de revelación que es la mayor de todas las ilusiones: la ilusión
del sentido.
Tomado de www.revistaenie.com
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