La Crisis en el Conocimiento del Hombre
Parece
reconocerse en general que la autognosis constituye el propósito supremo de la
indagación filosófica. En todos los conflictos entre las diferentes escuelas
este objetivo ha permanecido invariable e inconmovible: probó ser el punto
arquimédico, el centro fijo e inmutable de todo pensamiento. Tampoco los
pensadores más escépticos negaron la posibilidad y la necesidad del
autoconocimiento. Desconfiaban de todos los principios generales concernientes
a la naturaleza d las cosas, pero esta desconfianza se enderezaba a inaugurar
nuevos y más seguros modos de investigación. En la historia de la filosofía del
escepticismo ha sido, muy a menudo, el mero envés de un humanismo resuelto. Al
negar y destruir la certeza objetiva del mundo exterior, el escéptico espera
conducir todos los pensamientos del hombre hacia sí mismo. El conocimiento
propio, declara, es el requisito previo y principal de la realización que nos
conecta con el mundo exterior a fin de gozar de sí mismo. Tenemos que tratar de
romper la cadena de nuestra verdadera libertad.” La plus grande chose du monde
c´est de scavoir etre a soy”, escribe Montaigne.
Sin
embargo, tampoco esta manera de abordar el problema- el método introspectivo-
nos abroquela contra las dudas
escépticas. La filosofía moderna comenzó con el principio de que la
evidencia de nuestro propio ser es invencible e invulnerable. Pero el progreso
del conocimiento psicológico apenas si ha confirmado este principio cartesiano.
La tendencia general del pensamiento se dirige actualmente hacia el polo
opuesto. Pocos psicólogos modernos reconocerían o recomendarían un puro método
de introspección. En general nos dicen que un método semejante es
verdaderamente precario.
.
Están
convencidos de que no es posible acometer una psicología científica más que con
una actitud estrictamente behaviorista y objetiva; pero un behaviorismo
consistente y radical tampoco alcanza su fin. Puede advertirnos de posibles
errores metódicos pero no resolver todos los problemas de la psicología humana.
Hay que reconocer, sin embargo, que siguiendo exclusivamente esta vía jamás
llegaremos a una visión abarcadora de la naturaleza del hombre. La
introspección nos revela tan sólo aquel pequeño sector de la vida humana que es
accesible a nuestra experiencia individual; jamás podría cubrir por completo el
campo entero de los fenómenos humanos. Aun en el caso de que pudiéramos juntar
y combinar todos los datos, estaríamos en posesión de un cuadro bien pobre y
fragmentario, un mero torso de la naturaleza humana.
Nos
dice Aristóteles que todo conocimiento tiene su origen en una básica tendencia
de la naturaleza humana, que se manifiesta en las acciones y reacciones más
elementales del hombre. Él ámbito entero de la vida de los sentidos se halla
determinado e impregnado por esta tendencia:
Todos los hombres desean por naturaleza
conocer. Una prueba de ello la tenemos en el goce que nos proporcionan nuestros
sentidos; porque, aparte de su utilidad, son queridos por sí mismos, y por
encima de todos el de la vista. Porque no sólo cuando tratamos de hacer algo
sino también en la ociosidad preferimos el ver a cualquier otra cosa. La razón está
en que este sentido, más que ningún otro, nos hace conocer y trae a luz muchas
diferencias entre las cosas [Metafísica, lib. A, 1,980ª 21}.
Este
pasaje es muy característico del concepto que, a diferencia de Platón, tiene
del conocimiento Aristóteles. Semejante loa filosófica de la vida sensible del
hombre sería imposible en la obra de Platón; jamás llegaría a comparar el deseo
del conocimiento con el goce que nos proporcionan nuestros sentidos. En Platón
la vida de los sentidos se halla separada de la vida del intelecto por un ancho
e insuperable abismo. El conocimiento y la verdad pertenecen a un orden
trascendental, el reino de las ideas puras y eternas. El mismo Aristóteles está
convencido de que no es posible el conocimiento científico a través únicamente
del acto de percepción; pero cuando niega la separación que Platón establece
entre el mundo ideal y el empírico, habla como un biólogo. Trata de explicar el
mundo ideal; el mundo del conocimiento en términos de vida. Según Aristóteles,
en ambos reinos encontramos la misma continuidad ininterrumpida. En la
naturaleza, lo mismo que en el conocimiento humano, las formas superiores se
desarrollan a partir de las inferiores. Percepción sensible, memoria,
experiencia, imaginación y razón se hallan ligadas entre sí por un vínculo
común: no son sino etapas diferentes y expresiones diversas de una y la misma
actividad fundamental, que alcanza su perfección suprema en el hombre, pero en
la que de algún modo participan los animales y todas las formas de la vida orgánica.
Si
adoptáramos este punto de vista biológico nos figuraríamos que la primera etapa
del conocimiento humano habría de tratar exclusivamente con el mundo exterior.
Por lo que se refiere a sus necesidades inmediatas y a sus intereses prácticos
el hombre de pende de su ambiente físico. No puede vivir sin adaptarse
constantemente a las condiciones del mundo que le rodea. Los primeros pasos
hacia la vida intelectual y cultural pueden describirse como actos que implican
una suerte de adaptación mental al dintorno. Mas en el progreso de la cultura
muy pronto tropezamos con una tendencia opuesta de la vida. Desde los primeros
albores de la conciencia humana vemos que el punto de vista extravertido se
halla acompañado y complementado por una visión introvertida de la vida. Cuanto
más lejos avancemos en el desenvolvimiento de la cultura con respecto a sus
orígenes, la visión introvertida se va adelantando hacia el primer plano. Sólo
poco a poco la curiosidad natural del hombre comienza a cambiar de dirección. Podemos estudiar este paulatino
desarrollo en casi todas las formas de su vida cultural. En las primeras
explicaciones míticas del universo encontramos siempre una antropología primitiva
al lado de una cosmología primitiva. La cuestión del origen del mundo se halla
inextricablemente entrelazada con la cuestión del origen del hombre.
La
religión no destruye estas primeras explicaciones mitológicas; por el
contrario, preserva la cosmología y la antropología míticas dotándolas de nueva
forma y de mayor profundidad. Por lo tanto, el conocimiento de sí mismo no es
considerado como un interés puramente teórico; no es un simple tema de
curiosidad o de especulación; se reconoce como la obligación fundamental del
hombre. Los grandes pensadores religiosos han sido los primeros que han
inculcado esta exigencia moral. En todas las formas superiores de la vida
religiosa la máxima “conócete a ti mismo” se considera como un imperativo
categórico, como una ley moral y religiosa definitiva. Sentimos con este
imperativo, por decirlo así, una inversión súbita del primer instinto natural
de conocimiento, percibimos una transmutación de todos los valores. Podemos
observar la marcha concreta de este desenvolvimiento en la historia de todas
las religiones universales, en el judaísmo, en el budismo, en el confucianismo
y en el cristianismo.
Ernst Cassirer/Antropología Filosófica/
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